foto: Graciela Tibaudin


Nota del cuaderno de campo, septiembre de 1986, juzgado de instrucción de XXX: 

“Un juzgado de instrucción. Un día hábil. En una pequeña oficina llena de papeles, carpetas, muebles desvencijados, hay varias personas esperando para declarar. Un hombre mayor está sentado en el suelo, medio caído, parece borracho. Es el día que han citado a los testigos de la causa XX. En el expediente XX se investiga la muerte de un chico en un supuesto enfrentamiento con la policía. La abogada del CELS ha descubierto que al chico lo han fusilado y que no podía haber disparado –como dicen los testigos policiales– porque estaba ebrio. Un perito prestigioso y amigo de ella lo ha probado en el expediente observando la posición en que cayó el cuerpo. La abogada ha conseguido también que otros adolescentes, amigos del chico, declaren en el juzgado cómo ocurrieron los hechos. Los adolescentes tienen pánico de testimoniar –porque son jóvenes y pobres–, pero han aceptado. Esperan que llegue el secretario. Mientras, la abogada descubre en un rincón a un viejo conocido, un sindicalista combativo que le explica que está esperando porque lo han citado para tomarle indagatoria. Está un poco asustado, pero no lo deja notar. Aparece un empleado, mira la causa XX, le dice a la abogada que no entiende de qué se trata, entonces la abogada –que es quien acusa– hace las preguntas que el juez o el secretario deberían hacer a los testigos, lo hace para ayudar al empleado en el tarea y para terminar el trámite. Mientras esto sucede, la policía trae a un preso por un hábeas corpus. La jueza se lo había denegado. El hombre –que estaba empastillado– está desesperado, se sube a la ventana –están en el tercer piso de tribunales– y amenaza con arrojarse a la calle. La jueza que está en el despacho continuo sale y, a los gritos, lo reta y reconviene, mientras un agente del servicio penitenciario le ruega lastimeramente que se baje de la ventana. Los testigos de la causa XX, cada vez más aterrados, quieren irse cuanto antes. En medio del alboroto todos siguen trabajando, es difícil escuchar y confuso. Finalmente logran bajar de la ventana al preso, los testimonios de los jóvenes terminan, el sindicalista es llamado a sentarse frente a un escritorio, el hombre recostado en la pared cae un poco más, otra persona presta declaración en un rincón y otra gente entra y otra sale. La abogada vuelve a su oficina del CELS. Cuando llega, suena el teléfono. Es del juzgado. Un empleado le pregunta respetuosa y amablemente: doctora, la vimos hablando con X –el sindicalista– ¿Usted lo conoce? ¿Tendría su teléfono? Sucede que nos equivocamos, estaba citado como testigo, pero le tomamos declaración como imputado, necesitamos que venga para cambiar la testimonial”.



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“A: Yo tengo una historia: cuando tenía 18 años, trabajaba en los tribunales y empezaba el ingreso a Derecho, encuentro un juez así (hace el gesto de una persona preocupada sosteniéndose la cabeza sobre las manos) que era el doctor XX, que ya murió –yo lo estimaba mucho, pero era un juez de la época–, y estaba mirando la causa y hacía así (gesto de tirar la causa contra el escritorio). Yo le pregunto: ‘Doctor, ¿qué le pasa?’ –yo estaba con todos mis ideales–. Y me dice: No, que acá, es una barbaridad, este tipo está con prisión preventiva hace tres años, pero no hay nada, la causa era así (gesto de que eran cuatro papeles). Y le digo: ‘bueno doctor absuélvalo’. ‘Noooo’, me dice, ‘¿¡cómo lo voy a absolver!? ‘Doctor si no hay nada, absuélvalo’. ‘No, no está bien, ¿sabés qué pasa? Si yo lo absuelvo estoy lanzando a la calle una bomba de tiempo. Es alguien que va a sentir que injustamente perdió tres años de su vida sin sentido y sin razón. Él sabe que no fue seguramente, pero si yo eso se lo afirmo, lanzamos a la calle un peligro’. ‘Y ¿entonces?’, le digo. ‘Entonces’, me dice, ‘lleva tres años, le pongo tres años y sale condenado. Él va a decir, fue una injusticia, pero bueno, el juez se equivocó, pero el sistema funcionó’”.

Y también: 

“Hay un caso famoso, de un juez [Alberto Lindor Segovia], del [Juzgado] 4 de San Martín, que después fue oficial de Cámara en San Isidro, que dictó una sentencia famosísima, del año 74 –me acuerdo porque yo estaba en San Martín en esa época, en tribunales– en una sentencia muy severa criticaba ácidamente y con un motón de argumentos, en forma muy contundente, al señor juez instructor. Decía: ‘¿Cómo es posible que esta persona esté privada de la libertad con una prisión preventiva queno tuvo base y llegue a esta etapa en la cual… y el fiscal ha acusado sin pruebas… el señor juez instructor debió haberse percatado, etc. etc.’ y lo absolvió y firmó: Alberto Lindor Segovia. ¡El juez instructor era él! Y le dio publicidad porque fue su manera de ayudar a cuestionar el sistema. Porque hablaba en la sentencia indirectamente de un sistema perverso donde el juez te detiene, te procesa y te manda adentro. Fue una autocrítica del sistema a través de un juez. Nadie lo hacía, ningún juez, nunca, se criticaba a sí mismo”.
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3. La “inseguridad” 

El año 1998 es, en buena medida, el año en que se consolida como tema prioritario en la agenda pública el tema de la inseguridad urbana. La aparición de la “inseguridad” como cuestión social transforma hábitos y costumbres cotidianos, impone políticas y medidas de gobierno (Pegoraro, 1997). Los miedos, la violencia, la incertidumbre son todas materias lábiles para la construcción de pánicos morales (Goode, Ben-Yehuda, 1994; Hall, et al., 1978). La “seguridad” es demanda y extorsión electoral, por eso es cuestión política y se predica como “razón de estado” más allá de las ideologías y los partidos. Y sobre todo, tiene la particularidad de que también es una mercancía en el mercado de bienes materiales y simbólicos, y esa cualidad la expande al infinito sin escuchar casi razones. Es claro que no es éste el lugar para preguntarse por el cómo de la imposición del tema como cuestión social. Pero, en cambio, es necesario recordar que la inseguridad es violencia que se expresa como crimen y también como represión de éste. El sintagma “inseguridad urbana” o “inseguridad ciudadana” condensa el anverso y el reverso del problema: por un lado, el desorden, el despojo violento y la muerte provocada anónimamente y, por el otro, la represión violenta y –si es posible– brutal y vengativa del daño y del crimen. La estereotipación grotesca con la que se presentan las dos caras de la cuestión da cuenta de su eficacia simbólica y de las condiciones ilimitadas de expansión que entonces habilita. Porque la violencia puede constituirse y cristalizarse también como sistema de comunicación. Segato (2004) explica cómo la violencia puede transformarse en un lenguaje estable “y pasa a comportarse con el casi automatismo de cualquier idioma”. Como una lengua en uso, no pude entonces ser explicada a través de una lógica necesaria, ni descubrirse fácilmente los resortes que la organizan. Dice: “El problema de la violencia como lenguaje se agrava aún más si consideramos que existen ciertas lenguas que, en determinadas condiciones históricas, tienden a convertirse en lingua franca y generalizarse más allá de las fronteras étnicas o nacionales que le sirvieron como nicho originario” (2004:7). Es posible que esa lingua franca, que comenzó a ser hablada por aquellos años, se expandiera espectacularmente cuando algunos actores de la escena nacional vieron peligrar sus tradicionales dominios. En la Ciudad de Buenos Aires, la derogación de los Edictos policiales y la discusión sobre el traspaso de la fuerza a la órbita del gobierno autónomo, activó encendidas controversias en las que la policía expresaba –de diversas formas– su oposición a los cambios. Una de ellas fue particularmente expresiva: exhibir en los periódicos y en la televisión el auge de delitos y el triunfo policial sobre el crimen. Fue esa una de las tantas formas de imponer la nueva lingua franca, defendiendo intereses sectoriales. Más aún cuando hoy sabemos que buena parte de esa exhibición de violencia y criminalidad en los medios de comunicación, se sustentó en operativos policiales fraguados, como lo investigara varios años después una Comisión especial de fiscales de la Comisión Investigadora de Procedimientos policiales fraguados de la Procuración General de la Nación (Stanley, 2002; Eilbaum, 2001).
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                                                                              Sofía Tiscornia en El Caso Walter Bulacio