V El hotel rojo

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Durante los siglos XVII y XVIII, mientras la ira de los españoles caía sobre los guambianos y los pijaos eran prácticamente eliminados en una campaña de despiadada crueldad, los paeces solo tuvieron que sufrir las incursiones de los misioneros, que al decir de todos tuvieron poco éxito. El terreno era difícil, el clima amenazante y las tradiciones chamánicas profundamente enraizadas en su cultura. Un sacerdote jesuita quedó mudo y catatónico porque los paeces se reían en forma incontenible de cada intento suyo por convertirlos.
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-Los indios siempre asocian la planta con la muerte. Los chibchas acostumbraban darla a los esclavos y esposas de los reyes fallecidos para luego enterrarlos vivos en sus tumbas. Siempre la han considerado la planta más aterradora, a la que se recurre cuando todo lo demás falla.(…)
-¿Pero qué te pasó cuando la probaste?
-No sé. La única manera de saber es tomando la infusión. Después uno no se acuerda. Así que no hay nada que contar. Solo la cruda experiencia.
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IX Entre los waoranis

(…)Se les vino a conocer como los waoranis de la loma, y vivieron sin ser molestados hasta principios de la década de 1970, cuando la Texaco llevó sus exploraciones hasta más allá del río Napo, en el corazón mismo de su tierra. Hubo una matanza y el gobierno presionó al Instituto Lingüístico para que los pacificara y trasladara a Tiwaeno.
En ese momento el medio hermano de Wepe, Toño, a quien no había conocido, estaba viviendo en Tiwaeno.  Para sacar de la selva a la familia de Wepe, el instituto le dio a Toño un radio y lo envió para hacer contacto. Después de un año de incomprensibles mensajes de radio, llegó la noticia de que Toño había muerto. Su error había sido presentarse vestido en el claro de Wepe. Sus orejas, además, no estaban perforadas, una prueba más de que era un cowode, un extraño. Que hablara bien la lengua no cambió para nada las cosas. En lo que a Wepe respectaba, todos los seres humanos hablaban waorani. Pocas horas después de llegar, a toño lo mataron con un hacha. La voz que se oía en la radio era la de Kiwa, un sobrino, imitando la de Toño. Cuando el instituto envió representantes en un helicóptero militar, Wepe dijo que su sobrino era Toño, afirmación que la viuda no tardó en desmentir. Luego mostraron a Wepe un mapa de su territorio con todas las carreteras que pensaban construir allí. Al comprender todas las consecuencias, Wepe se desmayó, y al recobrar el sentido estuvo de acuerdo en irse.
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(Wepe) Reconocía fenómenos tan conceptualmente complejos como la polinización y la dispersión de los frutos, y entendía y predecía con exactitud el comportamiento animal. Podía predecir los ciclos de florecimiento y frutación de todas las plantas comestibles de la selva, enumerar los alimentos preferidos por la mayor parte de los animales y localizar con precisión los sitios donde dormían. No fue tanto la complejidad de sus interpretaciones de las relaciones biológicas lo que me impresionó, sino la forma en que clasificaba la naturaleza. A menudo no podía decirle a uno el nombre de una planta, porque todas las partes-las raíces, los frutos, las hojas, la corteza- tenían su propio nombre. Tampoco podía nombrar un árbol frutal sin enumerar todos los animales y aves que dependían de él. Su comprensión de la selva excluía los estrechos límites de la nomenclatura. Cada planta útil no solo tenía una identidad, sino una historia: una planta acre era buena contra la fiebre, un veneno podía matar a un pez a ochocientos metros en un río, una solanácea se empleaba para curar las picaduras de escorpión.
Tarde un día, después de un festín con frutos de cacao silvestre,  vimos un perezoso trepando lento por las ramas superiores de un  yarumo. Estas dos criaturas, el animal y la planta, son de muchas maneras un símbolo perfecto del Amazonas. Cada especie de cecropia está poblada por una especie distinta de las llamadas hormigas de fuego, que viven en los nudos, se alimentan con los nódulos de proteína que secreta el árbol y a cambio protegen la planta de su mayor depredador, las hormigas atta, que se comen las hojas.
El perezoso de tres uñas es un tierno herbívoro. Sus lentos movimientos, así como la coloración críptica de su pelambre, lo protegen de su mayor enemigo, el águila real. Visto de cerca, parece una alucinación, un ecosistema en sí mismo que vibra suavemente con centenares de exoparásitos. Su aspecto moteado se debe en parte a las algas verdeazulosas que viven simbióticamente dentro de sus pelos huecos. Una docena de variedades de artrópodos excavan bajo la pelambre; un solo perezoso que apenas pesa diez libras puede ser lar de miles de escarabajos. Los ciclos de vida de estos insectos se ciñen por completo a la rutina del perezoso. Por su extremadamente lento metabolismo, defeca una vez por semana. Desciende de las copas, cava un huequito al pie del árbol, desocupa y reinicia el penoso ascenso. Garrapatas, escarabajos, y hasta una especie de polilla saltan de su anfitrión, depositan un huevo en el estiércol y luego vuelven a casa, camino a las ramas de la copa. Los huevos germinan y, en una forma u otra, los insectos recién nacidos encuentran otro perezoso. ¿Por qué tiene que bajar hasta las raíces del árbol, exponiéndose a toda clase de depredadores terrestres, cuando podría defecar desde la copa? La  respuesta nos da una importante clave para comprender la inmensa complejidad y sutileza del ecosistema amazónico. Algunos biólogos han sugerido que al depositar las heces en la base, el perezoso enriquece el régimen de nutrientes del árbol. Que tan pequeña cantidad de material con nitrógeno pueda significar una diferencia indicaría en realidad que este emporio de vida es de verdad mucho más frágil de lo que parece.(…)

Ante la maravilla de estas criaturas, observé cómo reaccionaba Wepe. Sin vacilar, le disparó un dardo al perezoso. Tan pronto hizo efecto el veneno y el animal cayó al suelo, nos pidió prestado un machete y taló el árbol. Luego arrancó su fruto, conocido como mangimeowe, y señaló que los tucanes y los pavos silbadores comían de él y lo esparcían.
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                                                                                                              El Río. Wade Davis.