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Hay “herejía” cuando una posición mayoritaria tiene el poder de nombrar en su propio discurso y de excluir como marginal a una formación disidente. Una autoridad sirve de marco de referencia al mismo grupo que se separa o que la misma autoridad rechaza. El  “cisma”, por el contrario, supone dos posiciones de las cuales ninguna puede imponer a la otra la ley de su razón o la de su fuerza. Ya no se trata de una ortodoxia frente a una herejía, sino de iglesias diferentes. Así es la situación en el siglo XVII.
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Este “estallido fatal de la antigua religión de la unidad” hace recaer progresivamente en el Estado la capacidad de ser para nosotros la unidad de referencia. Una unidad que se desarrolla bajo la forma de la inclusión, valiéndose de un juego sutil de jerarquizaciones y de arbitrajes, y cuya estructura es más bien de tipo ternario (los tres “estados”, etc.).
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Difícil y violento, el reacomodo del espacio religioso en iglesias o en “partidos” no es acompañado únicamente por una gestión política de las diferencias. Cada uno de los grupos nuevos manipula las costumbres y las creencias, efectúa para su provecho una reinterpretación práctica de situaciones organizadas anteriormente según otras determinaciones, produce su unidad a partir de los datos tradicionales, y se procura los medios intelectuales y políticos que aseguran una reutilización o una “corrección” de pensamientos y conductas. Mediante el control, la unificación y la difusión catequéticas, la doctrina se convierte en un instrumento que permite la fabricación de cuerpos sociales, su defensa o su extensión.
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“Reformar” es volver a hacer las formas. Al dedicarse a la elaboración de técnicas transformadoras, este trabajo trae también consigo, sin duda alguna, como efecto el ocultamiento de las continuidades que resisten a las operaciones reformadoras, y después de un tiempo de manifestaciones masivas y de represiones brutales (quemas de brujas, levantamientos de campesinos, etc.), las continuidades se vuelven cada vez más inaccesibles en el tejido cada vez más denso de las instituciones pedagógicas.
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En el siglo XVI y XVII, los místicos se encuentran con frecuencia en regiones y en categorías que sufren depresiones socioeconómicas, que no son favorecidas por los cambios, y se ven marginadas por el progreso o arruinadas por las guerras. Este empobrecimiento desarrolla la memoria de un pasado perdido. Conserva los modelos, pero privados de efectividad y disponibles para “otro mundo”. Orienta hacia los espacios de la utopía, de la ilusión o de la escritura las aspiraciones ante las cuales se cierran las puertas de las responsabilidades sociales.
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Así como la adopción masiva de cultura alemana por los judíos en el siglo XIX volvió posibles muchas innovaciones teóricas y una excepcional productividad intelectual, así también el auge místico de los siglos XVI y XVII es a menudo un efecto de la diferenciación judía en el ejercicio de un lenguaje católico.

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(…), Marcos el loco  (siglo VI) ocupa un lugar intermedio. La Vida de Daniel lo hace aparecer ante el abbas Daniel en una calle de Alejandría, “desnudo, con una toalla alrededor de las nalgas”, (…)

También provoca una correlación de fuerzas, a través de un cuerpo que se sitúa fuera de la relación simbólica. El relato multiplica, por lo demás, las indicaciones de violencia: el discípulo asustado, la petición de socorro, el populacho alrededor del idiota agredido, la intervención de los clérigos (esa policía del símbolo) para sacar del apuro a uno de los suyos, el mandato de llevar al tribunal patriarcal, etc. El anciano es quien recurre a la violencia en los lugares en que el nombre y la fama no funcionan. Manifiesta así la relación que la sabiduría mantiene con un poder cuando ya no está “en su ambiente”-en el monasterio o en el patriarcado- es decir cuando la sabiduría ya no está sostenida por ninguna institución. Su precipitación agresiva, como la de un monje en un lugar indebido, es el lapsus que revela, en su razón, todo lo que esa sabiduría oculta o ignora de ella misma.

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La multitud es, por lo tanto, gracias al cuerpo perdido que “recibe” de ella la locura, el lugar paradójico del absoluto. Es el principio y el fin de esas historias. Al recordar las características de ese no-lugar, tal como nos las presentan esos relatos, únicamente volvemos a trazar, en términos de espacio, el funcionamiento de la seducción. La multitud es un cuerpo neutro que siempre es el otro (el “resto”) y “ni lo uno ni lo otro” en relación con los lugares privilegiados donde se desarrollan los discursos de sabiduría. Es un cuerpo público: cualquiera, cualquier cosa, todos y cada uno, en relación con las identidades particulares que se distinguen de ese fondo indeterminado. Es un cuerpo original que hace el papel de comienzo indefinido en relación con los efectos que producen el poder y el querer “salir de ahí”.
Pero los lugares singulares y determinados nunca pueden desvanecer su relación con el universal de donde “salen”¿Seducción del origen impensable?
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Un ejercicio continuo marca la seducción producida por la multitud cuya locura le falta a toda sabiduría. El absoluto se practica a “cuerpo perdido” en la multitud.

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Durante meses, vagar por este espacio cerrado llamado el Jardín de las delicias. Perderse ahí. Este espacio no se hunde ni se escapa hacia las profundidades, cavidades, grutas, tubos, guaridas subterráneas, escondrijos submarinos y obscuridades silvestres que representa. Está todo en la superficie, se ofrece enteramente al ojo al que, por añadidura, dota de una visión de arriba abajo, panorámica, totalizadora, a bird’s eye view. Se despliega “en perspectiva” como lo harán más tarde los planos trazados en los jardines de placer. Al recorrerlo, los hallazgos se multiplican, placeres exquicitos del ojo en sus viajes, el rosa de un megalito, la silueta de un recolector de naranjas, los enamorados dentro de una retorta en forma de flor; pero estas delicias marcan caminos privados de sentido. Goces ciegos. ¿Cuál es este lugar, locus voluptatis, como otros jardines amorosos o místicos?¿Qué sucede allí? El cuadro se opaca a medida que se detalla la prolífica epifanía de sus formas y sus dolores. Se oculta al mostrarlos. Organiza estéticamente una pérdida de sentido.


                                                                 Michel de Certau en La Fábula Mística: siglos XVI-XVII