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III La pintura en el texto
(…)
El Arte, como lo llamamos, solo existe desde hace dos
siglos. No nació gracias al descubrimiento del principio común a las diferentes
artes –sin el cual harían falta proezas superiores a aquellas de Clement
Greenberg para hacer coincidir su emergencia con la conquista por parte de cada
arte de su propio “medium”-. Nació en un largo proceso de ruptura con el sistema de las bellas artes, es decir, con otro
régimen de disyunción en el seno de las artes.
Este otro régimen se resume en el concepto de
mímesis. Aquel que en la mímesis solo ve el imperativo de la semejanza puede
constituir una idea simple de la “modernidad” artística como emancipación de lo
propio del arte con respecto a la limitación de la imitación: reinado de playas
de color en lugar de mujeres desnudas y caballos de combate. De esta forma,
pasa por alto lo esencial: la mímesis no es la semejanza sino un cierto régimen
de la semejanza. La mímesis no es la imitación exterior que pesaba sobre las
artes y las encerraba en su semejanza. Es el pliegue en el orden de maneras de
hacer y de ocupaciones sociales que las hacía visibles y pensables, la
disyunción que las hacía existir como tales. Esta disyunción es doble: por un
lado, separaba las “bellas artes” de otras artes –de las simples “técnicas”-
por su fin específico, la imitación. Pero también libraba a las imitaciones de
las artes de criterios religiosos, éticos o sociales que regulaban normalmente
los usos legítimos de las semejanzas. La mímesis no es la semejanza entendida
como relación de una copia a un modelo. Es una manera de hacer funcionar las
semejanzas en el seno de un conjunto de relaciones entre maneras de hacer,
modos de la palabra, formas de visibilidad y protocolos de inteligibilidad.
(…)
Para que la pintura gane su llanura, la superficie
del cuadro debe desdoblarse, un segundo sujeto debe mostrarse bajo el primero.
Greenberg contrasta la ingenuidad del
programa antirrepresentativo de Kandinsky con la idea de que lo importante no
es el abandono de la figuración sino la conquista de la superficie. Pero esta
conquista en sí es la obra de una desfiguración; un trabajo que hace visible el
mismo cuadro de otra manera, que convierte las figuras de la representación en
tropos de la expresión. Lo que Deleuze llama lógica de la sensación es más bien
un teatro de la desfiguración en el que las figuras se arrancan del espacio de
la representación se reconfiguran en otro espacio. Proust llama “denominación”
a esta desfiguración, calificando el arte de la sensación pura en la obra de
Elstir: ”Si Dios Padre creó las cosas nombrándolas. Elstir las recreaba
quitándoles el nombre, o dándoles otro.”
(...)
Es verdad que Hegel, por su cuenta, dio vuelta la página del arte, puso el arte en su página, la del libro que expresa en pasado el modo de su presencia. Ello no quiere decir que por anticipado haya dado vuelta la página en lugar de nosotros. Nos dio más bien un aviso: el presente del arte está siempre en el pasado y en el futuro. Su presencia está siempre en dos lugares a la vez. Nos dice, en resumen, que el arte está vivo siempre que esté fuera de sí mismo, siempre que se desplace en una escena de visibilidad que es siempre una escena de desfiguración. Lo que desalienta por anticipado no es el arte, es el sueño de su pureza. Es esa modernidad que pretende dar a cada arte su autonomía y a la pintura su propia superficie.Allí hay con qué alimentar algunos resentimientos contra los filósofos que "hablan demasiado".
J. Rancière en el destino de las imágenes